miércoles, 17 de marzo de 2010

Me encontraba sentada en uno de esos muebles donde colocan a los bebés, para examinarlos y medir cuánto han crecido. Era marrón y tenía miedo de romperlo, a mi edad no debería haber estado ahí. Pero sin embargo, ahí estaba frente al pediatra, entre esas cuatro paredes, en ese consultorio que aproximadamente, a mi parecer, sigue igual desde hace 12 años. Le contaba acerca de lo que sentía, mientras él observaba lo que mi cabeza sugería como el problema. Hablaba con la voz temblorosa, en cualquier momento podía estallar con facilidad. Los nervios querían apoderarse de mí, pero creo que pude controlarlos de alguna forma. Las descripciones del dolor que lograba relatar, eran muy vagas e imprecisas. Es algo raro y siento que algo anda mal, decía yo. Finalmente, no era nada grave y creo que todo estaba en mi mente. Entonces, lo que me recetó el doctor fueron unas vacaciones. Aunque ya me encontraba en ellas y ya había salido de la rutina. No más trabajo, ni clases, al menos durante una semana. Necesitaba relajarme, lo necesito. Pero así no tenga nada que hacer, igual me despierto temprano y matar las horas sin esperar nada, no es algo placentero. ¿Dormir? ¿Para qué? Si mañana será un día igual, no hay nada espectacular. Monotonía o simplemente la sensación de sentirse sola. No hay nadie disponible, ningún compañero aventurero, ningún príncipe al rescate. Nadie que piense como tú. Nadie en quien confiar, con quien contar más que con tu orgullo… Soy como una niña (que todavía va al pediatra), que cuando le dicen algo, se queda con la ilusión y la esperanza de que eso se cumpla. Solo que con el tiempo, aprendió a reprimir la emoción que genera la expectativa porque sabe que la mayoría de veces que algún adulto habla, no se cumple.

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